Agarrar de la solapa a la utopía, sentarla de prepo en un banco de Plaza de Mayo y convertirla en realidad, es un tesoro del pueblo argentino; el mismo que a veces pierde la brújula, pero que siempre vuelve. Los olvidados de la historia poniendo el cuerpo y el alma en el 45, para esculpir en piedra que la felicidad de los nadies está atada a la grandeza de la Nación.
1955. Casi exactamente una década después de aquel octubre con «patas en la fuente», la oligarquía que nunca entendió que hay cosas que no mata la muerte, bombardeó la Plaza de los sueños. Casi diez toneladas de explosivos para intentar sepultar al país de la industria nacional, a la decisión de soberanía política e independencia económica y a la reparación de heridas viejas, con justicia social de estreno.
Casi 300 muertos y cerca de dos mil heridos, porque había que terminar con la revolución popular que entendió, que los que habían esperado tanto, ya no podían esperar más.
En esa terrible oscuridad, en que la noche parecía eterna, el almirante Arturo Rial sentenció que «Viva el cáncer» había llegado para quedarse: «Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país, el hijo del barrendero muera barrendero».
1945. La Argentina profunda dijo basta, caminando decenas de kilómetros y nadando la aguas del Riachuelo. La oligarquía y el medio pelo, sintieron que los invadía el «aluvión zoológico», que había pintado con crueldad de máxima pureza, el diputado Sanmartino. Llegaron para homenajear las muertes de «La semana trágica», los fusilamientos en la Patagonia y los asesinados en las huelgas de La Forestal.
«Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino, tratan de intimidar a la población», tituló Crítica la tarde de aquel 17 con «patas en la fuente», que terminó a la medianoche con los mamelucos conquistando derechos por primera vez y para siempre.
En ese mismo momento, mientras el papel mentía, el pueblo que latía en Scalabrini Ortiz gritaba que «el espíritu de la tierra se erguía vibrando, sobre la plaza de nuestras libertades».
Al día siguiente el editorial de La Vanguardia socialista planteaba que la movilización de esos miles hombres que no conocía, esa piel trigueña hija del mestizaje curtida en grasa, brea y aceite, fue una «expresión de una estrategia aprendida en los cursos de cultura fascista. Los abrazos, los gritos y los cantos, fueron un agravio a la democracia y a la cultura nacional». A pantalla partida, aparecía Marechal con sus sensaciones tibias: «Bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban. No había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad».
El Partido Comunista sacó un comunicado el 21 de octubre: “El malón peronista, con protección policial y asesoramiento oficial, provocó el repudio de todos los sectores de la república. Hoy la Nación en su conjunto, tiene clara conciencia del peligro que entraña el peronismo y la urgencia de ponerle fin. Porque Perón es el enemigo número uno del pueblo argentino”.
Cuatro días después, comunicado de la Unión Cívica Radical: «Las oficinas y las fábricas debieron ser abandonadas compulsivamente por las armas. La manifestación fue una reproducción exacta del fascismo y el falangismo».
El 17 de octubre de 1945 el proyecto de país parió una patria nueva en la Plaza y en el balcón de la Rosada, mientras el modelo de colonia, aferrado a sus privilegios, denunciaba que la barbarie amenazaba el porvenir desde su irreverencia irracional. Los trabajadores, convertidos en actores políticos, ya no estaban dispuestos a seguir sufriendo ni la estafa electoral de la «Década infame con fraude patriótico», ni el robo de su futuro.
El 10 de octubre, Perón se había despedido de Trabajo y Previsión ante una multitud que se juntó para agradecerle la decisión inédita de «agregar una silla». Solía contar el coronel que antes del 43, cuando un patrón tenía un problema con un trabajador, los dos iban al despacho del juez. El empresario entraba y el obrero esperaba en la puerta. El capital tomaba café con la Justicia y unidos buscaban un camino para esquilmar al laburante. » Nosotros seguimos sirviendo café, pero agregamos una silla«, decía Juan Domingo con sonrisa gardeliana.
«Son esos mismos, que desde periódicos desprestigiados por su propia obra, se están oponiendo, a nuestras realizaciones actuales. Por eso, compañeros trabajadores, os recomiendo que vigiléis atentamente, porque se trabaja desde las sombras y hay que vigilar no solo la traición del bando enemigo, sino la traición en el propio bando». Perón hablaba del futuro en tiempo presente.
Sus enemigos lo sacaron del escenario y creyeron que encarcelándolo en Martín García, ganaban la partida. Empezaban a garabatear otro «Roca-Runciman» y preparaban el salón de la Cámara de Comercio Argentino-Británica, para volver a elegir presidente.
En ese momento arrancó el plan del estratega.
Carta a Evita con fecha 14 de octubre de 1945: «Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que me acelere el retiro. En cuanto salgo nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos». Cuando el texto llegó a oídos del poder real, empezaron a imaginar la revancha contra el aguinaldo, las vacaciones pagas y los tribunales del fuero Laboral.
El mismo día se conoció otra carta destinada a Mercante: «En cuanto me den el retiro, me caso y me voy al diablo«. Los integrantes de la futura Unión Democrática, que desde mayo organizaba Braden, imaginaban un Perón débil, resignado, entregado.
La excusa perfecta para devolver al líder a Buenos Aires, fue un «problemita respiratorio» avalado por médicos compañeros, para trasladarlo al Hospital Militar. El parte oficial hablaba de una vieja afección pulmonar, agravada por la humedad de la isla y recomendaba atención urgente. Lo esperaba Ramón Carrillo, quien por recomendación de Homero Manzi se iba a transformar en un eslabón fundamental de los días que cambiaron la historia. Hablaron de la necesidad de crear un ministerio de Salud para atender a los seres humanos, «porque uno para cuidar a las vacas, ya tenemos». Y fundamentalmente, Perón dejó en manos del neurólogo la carta verdadera, con las instrucciones secretas para los aliados.
El 15 de octubre, la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (Fotia) declaró en Tucumán la huelga general y empezó el revuelo en Berisso y Ensenada. El 16 se reunió el Comité Central Confederal de la CGT y tras un largo debate y la presión de las bases, estableció un paro para el 18.
Pero el pueblo tomó al toro por las astas un día antes y copó la Plaza. «Obreros saliendo de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas, de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendiendo de las Lomas de Zamora», pintó Scalabrini. En Tucumán, los trabajadores de los ingenios marcharon de Lules a Mercedes junto con los ferroviarios. En Córdoba, los trabajadores llegaron a la capital provincial desde las canteras. A las 23.30 Perón apareció en los balcones de la Casa Rosada y fue aclamado por la multitud. Sus enemigos comprendieron que habían perdido la partida.
«Era el cimiento básico de la nación que asomaba. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro, en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas». Firmado, el hombre que ya no estaba solo y ese día, había dejado de esperar.
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