25 de octubre de 2025

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Hebe, líder de una rebelión plebeya

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Hebe había sido, paradójicamente, una desconocida hasta bien entrada su vida adulta. Había pertenecido a lo que el historiador británico Eric Hobsbawm denomina la “gente común”, aquellos cuyos nombres no figuran en la historia y a lo sumo se encuentran en las partidas de nacimientos, los certificados de casamientos o las actas de defunción. Y si alguna vez, en los hechos, alcanzan protagonismo, están incluidos genéricamente en lo que llaman “masa” o “pueblo”. Como millones de mujeres en el planeta, cuyas existencias transcurren en el más absoluto anonimato, ella había seguido los mandatos dominantes para su género y su clase; había sido educada, disciplinada, para cumplir un rol doméstico y domesticado. Sus escasas rebeliones contra los mandatos paternos y sociales fueron sofocadas, sistemáticamente, hasta lograr que los asumiera como deseos propios. Su visión del mundo, su sentido de la existencia y su propia misión como mujer se correspondía con los modelos más conservadores de su tiempo y espacio. Su función en la vida se ceñía a las de hija, esposa y madre.

El ideal de progreso que tenía Hebe por aquel entonces se reducía a las mejoras que pudiera conseguir para su grupo familiar, alejada de cualquier proyecto colectivo, político, cultural y social. Como aquella otra madre, protagonista de la novela De espaldas a la luna, de Leónidas Barletta, ella había vivido hasta cumplir los 48 años de espaldas a la política y a la sociedad, incluso a ese Estado de Bienestar que le había permitido ascender socialmente, desde una humilde familia trabajadora hasta un próspero hogar de obrero calificado, que se permitía tener casa y coche propios, vacaciones en el mar y enviar a sus hijos a la universidad. ¿Qué tendría que ver con la política la prosperidad de la que había gozado? Eso no se lo preguntaba.

Su destino parecía prefijado desde mucho antes de nacer, allá por 1928, en aquella localidad bonaerense de El Dique. Si, como dice Karl Marx, “los hombres hacen su propia historia […] pero […] bajo circunstancias dadas y heredadas”, podríamos acotar que las mujeres, en especial las mujeres de las clases subalternas, hacen su historia en circunstancias dadas y heredadas mucho más rígidas y estrechas que las de los hombres.

Hay una foto de 1965 en la que Hebe, o, mejor dicho, Kika, como la llamaban entonces, se encuentra en una iglesia. Es durante el bautismo de Alejandra, la época que Hebe, siempre recordará como la más feliz de su vida. Kika ocupa el centro de la escena. Está rodeada por toda su familia (“la familia completa”, decía ella, “cuando todavía estábamos todos”): Toto, el marido, Pepa, su madre, los hijos, Jorge y Raúl, la propia Alejandra en brazos de su madrina, la madre de la madrina y el cura que ofició el bau-tismo. Falta solamente Paco, el padre de Hebe, que era anticlerical. Ella está arrodillada, con las manos entrecruzadas en señal de rezo, con una expresión beatífica en el rostro y una mantilla negra sobre sus cabellos. Mira hacia el altar, le agradece a Dios la llegada de ese nuevo ser. ¿Puede concebirse una imagen más contrastante de esa Hebe que los argentinos y el mundo conocieron después de la desaparición de sus hijos; esa suerte de matrona plebeya que, con la expresión crispada y un pañuelo blanco sobre su cabeza, grita y vocifera de pie contra el poder en la Plaza de Mayo, en los años más oscuros del terrorismo de Estado? ¿Qué revela ese contraste entre dos épocas y dos imágenes, cómo interpretarlo? ¿Basta como explicación haber recibido ese golpe feroz que le arrebató a sus hijos? ¿Fue esa la noche, para utilizar las palabras de Borges, que explica el misterio de una transformación tan profunda?

Ellos, sus hijos Jorge y Raúl, fueron el blanco de una de las armas más crueles y sofisticadas de la lucha de clases, la desaparición forzada de personas, empleada en la represión de la oposición política durante uno de los regímenes más sangrientos de la historia argentina. El mundo que le habían prometido y que ella misma había construido hasta el momento voló por los aires. La crisis social, política, cultural y económica que afectó a Argentina en la década de 1970, que se venía incubando desde tiempo antes conectada con la crisis mundial del sistema capitalista, puso en cuestión el Estado de bienestar. El ataque al modelo social, que había cobijado a su familia y que había sido una de las claves de su bienestar, también fue contra esa familia. ¿Qué quedaba de su mundo y su misión en él después del secuestro y desaparición, en 1977, de sus hijos? ¿Qué sentido tendría su vida si habían sido todo lo que ella había querido? ¿Cómo cumplir con los deberes de una madre de cuidar a sus hijos, si no era peleando contra quienes se los habían arrebatado? Pero ¿cómo hacerlo, a la vez, sin cuestionar el propio modelo de mujer al que ella había adscripto hasta ese momento? Esa fue la disyuntiva de Kika /Hebe y la de miles de mujeres, madres de desaparecidos, que habían seguido al pie de la letra los modelos dominantes.

Contra lo que pueda aparecer como obvio, a pesar de los miles y miles de desaparecidos, asesinados, presos, exiliados durante el terrorismo de Estado, fue un reducido número de mujeres/madres las que salieron a pelear. No se trató de abandono de la misión materna, sino de una suerte de imposibilidad, de los mandatos que encorsetaban a muchas mujeres/madres y que les impidieron pasar de la casa a la Plaza. Solo unas pocas lograron desembarazarse de esos lazos y se convirtieron en Madres de Plaza deMayo. Incluso si se tienen en cuenta otros grupos de resistencia al terrorismo de Estado integrados por familiares, como la organización Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y algunos más, el número total de las madres y padres que salieron a pelear por recuperar a sus hijos y encararon una de las luchas políticas más heroicas de resistencia a la dictadura fue, cuantitativamente, muy inferior a la totalidad de mujeres/madres de las víctimas.

Kika/Hebe, que durante años había adoptado las prácticas y representaciones de la mujer sumisa, subordinada a los mandatos del patriarcado y los lazos de las clases sometidas, esta vez dejó el hogar que la atrapaba –más que la cobijaba– y salió a la calle. Entonces protagonizó un papel que nunca había imaginado antes. El sistema que parecía haberla sometido desde su nacimiento mismo tenía una falla, una fisura que ella iba a atravesar para encarnar una rebelión sin manual, porque los pocos manuales que había leído hasta el momento no le servían e incluso decían lo contrario de lo que ella necesitaba.

No fue una rebelión ilustrada ni ideológicamente pura. Fue una rebelión plebeya. La de la gente común cuando deja de serlo, la de los sectores populares que participan de una cultura popular, compleja y contradictoria, con bordes indefinidos. Que la obligará a “saber desde el no saber”, según ella misma decía. Y si antes había sido invisible a los ojos de la historia, luego quedó atrapada en una trama de múltiples versiones discordantes -desde la Hebe villana y delincuente hasta la heroína y santa-, que finalmente también la invisibilizaron, la hicieron desaparecer detrás del velo de la confusión y las sospechas. Al final, ¿Hebe de Bonafini existió? En la despiadada Argentina de nuestra época, una biografía sobre ella debe ser ante todo una prueba de vida; a contrapelo de esas representaciones. Una aparición forzada.

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