El rostro de Mariano Argento quedó inmortalizado en Romano, su personaje en El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Y si bien entró en la profesión de actor en 1994 e hizo su primera aparición en televisión en Poliladron, curiosamente adquirió popularidad por protagonizar un comercial de la ex AFIP, en el cual hizo el personaje de Don Carlos, un patrón que lograba tener a sus empleados en blanco. Comenzó como vendedor y a sus 20 años era gerente de la sucursal del Banco del Buen Ayre. Pero el amor por la actuación pudo más: de Chiquititas a 90-60-90 modelos, de Soy gitano a Farsantes, de Vientos de agua a El marginal, Romano logró imprimir su sello personal en la TV. Tras su ópera prima como director de cine, Amigos de la infancia, ahora escribió, produjo y dirigió El portal, su segundo film, que se estrena este jueves 6 de noviembre.
El portal se compone de tres historias en tres épocas críticas de la Argentina dentro de un misterioso edificio. En una sociedad que se degrada, el film revela los deseos, motivaciones y tentaciones que llevan a pasar de un estado de bondad natural a uno de maldad absoluta. En un país en decadencia social, Argento -también protagonista- muestra cómo el dueño de un edificio y sus administradores manipulan o influyen económica y emocionalmente a los integrantes de algunas familias que allí conviven. El portal es una película terrorífica y distópica. Filmada casi en su totalidad en interiores, destaca un entorno oscuro y asfixiante, donde las tentaciones y/o necesidades inevitables de sus protagonistas los conduce a intentar lograr determinados objetivos o metas, difíciles de alcanzar.
«Quise construir una historia para alternar algo distinto en un edificio, donde la maldad y la bondad se conjugaran en relación con las necesidades que cada ser humano tiene en el momento, tiempo y lugar en el que se encuentra», cuenta Argento en la entrevista con Página/12. «Hoy por hoy, el mundo está manejado por cinco fulanos que deciden si vamos a tener o no una guerra nuclear, que deciden si vamos a tener o no COVID, y nosotros vivimos manejados por el miedo», agrega.
-¿El edificio es un ámbito que puede dar indicios de terror? ¿Lo pensás de esa manera?
-No, el edificio te da una comunidad, políticamente hablando. La película está relacionada con eventos políticos porque para mí la política piramidalmente influye en la ciudadanía en todo sentido. El edificio es una construcción desde la política. En un club haces política porque los socios hablan. En un edificio hacés política porque hay un consorcio, hay vecinos. En un colegio hacés política. Bueno, el edificio es una comunidad donde viven personas que tienen necesidades, y dentro de esas necesidades recurren muchas veces a algo más profundo, a ofertas de alguien más profundo, y existe una negociación. Un hombre construye un edificio en el año ’55, en pleno bombardeo de Plaza de Mayo, pero no vende propiedades, simplemente las alquila, y es un titiritero que juega con los inquilinos en función de las necesidades que los inquilinos tienen.
-¿Se podría decir también que la película es una metáfora de la manipulación cuando se tiene poder?
-No tengas ninguna duda. La película está ambientada en cuatro décadas distintas: el ’55, cuando es la construcción del edificio. La primera historia es «Omnipotencia». La omnipotencia la relaciono con el año 1995, en la cual literalmente pongo en escena la voladura de Río Tercero, con Menem como presidente que necesitó volar un arsenal para tapar una venta de armas. Después de «Omnipotencia» viene «Desesperanza»: la desesperanza está encarnada por Manuel Vicente en 2001. ¿Qué desesperanza había en el 2001? Te muestra un De la Rúa yéndose en helicóptero. Un tipo desesperado y desesperanzado al no poder solucionar los quilombos que se venían en el país. Y la tercera y última historia, con Marina Glezer, tiene que ver con «La dependencia»: una chica que depende de su padre, que está desesperada porque lamentablemente no puede despegar ese amor que tiene, y lo relaciono con la dependencia que tenemos desde hace años con el dólar.
-¿Por qué pensaste la película en tres historias?
-Porque el ángulo con el cual quise tratar de que funcione fue que esto no le pasa a una familia, le pasa a miles. En relación con el contexto socioeconómico-cultural que vivimos hoy, hace una semana vi a dos tipos matándose a trompadas por un estacionamiento. Y decís: «Esto no es normal, no pueden dos tipos matarse a golpes por un estacionamiento». Y sí, hoy se matan a golpes por un estacionamiento.
-¿Por qué?
-Porque el contexto sociocultural hace que pase esto. El contexto anímico, el contexto de angustia, el contexto de depresión. Y, sin embargo, por ahí los dos son dos personas amorosas y divinas, pero están condicionadas a lo que está pasando.
-¿Por eso buscaste que cada historia estuviera anclada en momentos de crisis de la Argentina?
-Exactamente, en momentos tétricos. Incluso hoy hay momentos -geopolíticamente hablando, a nivel internacional- que son parecidos: momentos en los cuales vos te acostumbras a algo que no está bien y lo das como válido, como que bueno, y «si hay COVID, hay COVID». «Pero si hay una Tercera Guerra Mundial, y bueno, que haya», «si están construyendo una playa de estacionamiento en Gaza… y bueno». O sea, nos acostumbramos a todo. No, «y bueno» no. Hay algo que está pasando y el mundo está empezando a entender la crueldad como un modo de vida.
-Se naturaliza la injusticia.
-Exactamente, se naturaliza la injusticia, se naturaliza la crueldad, se hace de la vida algo absolutamente perverso. Es una maquinaria perversa en la cual nosotros nos acostumbramos a convivir con eso y empezamos a hacer eso. Si entras en un penal no podés ser bueno, te volvés un malo porque estás en un penal.
-¿Filmar en interiores fue una manera de darle solidez a ese clima de terror y perverso?
-Fue perverso en cuanto a que el edificio te da oscuridad. Traté de llevar el encuadre y la fotografía hacia el lugar de cambio de cada uno de los protagonistas de las historias. En sí, la comunidad del edificio fue difícil porque, si bien respeto y valoro que me lo hayan dado, la realidad es que hablé con el del consorcio, el presidente del consorcio habló con la comisión, la comisión habló con el encargado, y todos dijeron que sí. Pero cuando empezamos a filmar, nos volvieron locos. Ponían la música fuerte, ponían los perros a ladrar, me pedían que apague las luces, no me dejaban tener faroles en la terraza. Me enloquecieron.
-¿Por qué?
-Porque muestra un poco también cómo somos y lo que pasa. O sea, la gente dice que sí, pero ese sí no es «sí», es un «no sé».
-¿Y por qué decidiste actuar también?
-Básicamente, soy actor. Es mi segunda película y en las dos me puse como actor. Hoy el teléfono está sonando poco y si no me pongo en mis propios proyectos, no estoy en ningún lado.

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