La derrota acaba de consumarse. Una más, de esas que no abundaban. Se trata de una nueva realidad. Entonces, lejos de atormentarse, Novak Djokovic se desnuda. La prematura caída en Madrid lo empuja a exhibir, como lo hizo casi siempre en su vida deportiva y acaso con mayor frescura que nunca, su faceta más humana.
Las palabras escapan de su boca como escapan los sentimientos que queman. Indiscutido como el mejor que haya pisado una cancha de tenis, asume y abraza el infrecuente presente como el más diáfano de los campeones: «Supongo que así es el ciclo de la vida; es algo que sucedería con el tiempo».
Acaba de perder uno de esos partidos que, hasta hace un puñado de meses, no acostumbraba a perder. Más bien parecía que esos partidos, aquellos que lo enfrentan con los buenos jugadores que al cabo no son más que mortales, asomaban como un mero procedimiento en el camino. Porque los héroes no pierden. Arrollan a los mortales. Y Djokovic no sólo es un héroe: es el más campeón entre los campeones. Está y estará sentado en una diminuta mesa para uno porque, incluso frente a otros héroes, siempre habrá ganado más que lo que habrá perdido.
Pero la actualidad es contracíclica: el campeón de campeones acaba de perder con un mortal. Minutos atrás el italiano Matteo Arnaldi lo desdibujó de la cancha, el mismo hábitat en el que supo edificar una leyenda atiborrada de conquistas. Seamos honestos: no se trata de su primer golpazo contra un mortal. Ni tampoco será el último.
«Debo decir que es una realidad bastante nueva para mí. La sensación es diferente de la que tuve en más de 20 años de tenista profesional», se sincera instantes después del derrumbe. Pero no habla del partido que acaba de perder: se refiere a la vivencia de los últimos meses. Porque, una vez más, hay que ser honestos: el otoño estaba cerca y el árbol ya había empezado a deshojarse.
Djokovic es el cinco del mundo. Un anhelo incalcanzable para la mayoría de los mortales, pero microscópico para un hombre cuya estridencia trascenderá a lo largo de las generaciones. El presente resulta ardoroso en la memoria reciente de aquel buril que atravesó cada rival que se interpuso en el sendero para convertirse en el mejor de los mejores. Incluso cuando las hojas ya habían comenzado a sufrir por la gravedad: la medalla de oro en los Juegos Olímpicos, que saldó la discusión de su sitio de privilegio en la historia -si es que aún no estaba saldada-, emergió como un bálsamo en el primer umbral hacia el ocaso.
Casi dos años sin títulos de Grand Slam surgen como una estadística inquietante para el mayor ganador de Grand Slams y, a la vez, como un complemento constitutivo de la coyuntura inmediata: tres derrotas al hilo contra «mortales», a un mes del arranque de Roland Garros y de su cumpleaños número 38. Djokovic admite el paso del tiempo y conoce a lo que se enfrenta: «Es un reto mental afrontar las sensaciones de salir rápido de los torneos».
No sabe, sin embargo, si volverá a Madrid. Todo indica, en los hechos y en su mente, que no lo hará. Tampoco sabe cómo estará en París. Ya llegará el momento para percibirlo. Uno es uno y su circunstancia; si no se salva ella no se salvará uno. Lo comprendió Djokovic, que decidió salvar su presente con transparencia: «Sé de lo que soy capaz pero las cosas son diferentes, con mis golpes y mi cuerpo». Y ya comprendió, también, que ya no podrá regresar del otoño.
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